lunes, 8 de septiembre de 2008

Cebolla

Huelo a cebolla y a marihuana. A valium natural y a indiferencia. Huelo a una resaca de hace dos días y a pensamientos nuevos que ya son viejos: no son nuevos, son refritos. Huelo a nauseas de televisión y a una obligada condición de encarnar, en las madrugadas de fin de semana frente a adolescentes abandonados, el superyo. Huelo a todos los momentos que se acumulan en mí. Huelo a eso y todo eso no huele a mí. Porque mi olor lo he cubierto con desodorantes para que no parecer sospechoso. Huelo a pequeñas alucinaciones y a deseos de extenderme con necedad a todo lo que veo. Huelo mal porque huelo como todos. Huelo bien porque todavía quiero ver mañana la luz matutina en la persiana. Huelo bien porque no deseo ninguna otra cosa. Huelo a una deliciosa indolencia que me gane después de cuarenta y ocho horas de vigilia espiando la inmutabilidad del tiempo; cuando creí que la encontraba porque nada se movía y nada decía nada y la madrugada estaba totalmente muda y creí haber logrado desaparecerlo por algunos momentos; me di cuenta que no había desaparecido, algo cambiaba y se movía en todo eso, eso era yo: yo era el tiempo. Huelo a esa palabra que empieza con “e” y que termina con desilusión: esperanza. Huelo a muchos años que me han burlado. Huelo a miles de litros de anestesia contra la desesperación. Huelo a alegría, a un “alegre pesimismo”, a una serena y pequeña comprensión de algunas cosas básicas. Huelo a impulsos histéricos de cambios de actitud polares. Huelo a alergia por todo. Huelo a risa y a deseos. Huelo a cinismo y a descaro, a intolerancia-intransigencia, a todo lo que le corresponde a un sujeto. Huelo a normalidad, a falsedad, a juego y a ser humano; a gente, a suspensión y a letras con las que me gusta llenar un espacio vació.

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